miércoles, 21 de marzo de 2012

Cenando Motsunabe (もつ鍋) con Mark o removiendo los intestinos


Mark, el estadounidense que da patadas giratorias mientras te habla, me dijo el otro día de ir a cenar. Es un hombre rubio de unos 50 años largos, alto, que siempre viste chaqueta negra de cuero y sombrero tejano, con abundante pelo en los oídos y que al hablar hace unas inflexiones muy característica en el tono de voz. Lleva en Japón más de dos décadas (en distintas ciudades) en investigación, y al final ha acabado en el Museo del Lago Biwa (琵琶湖博物館). Es mi superior en el departamento, digámoslo así, y tiene una predilección enfermiza por la comida menos habitual: calamares putrefactos, intestinos y pulmones, gorriones fritos (que se comen rompiéndoles el cráneo), ballena... Así que cuando me invitó a cenar, yo ya sabía que el menú no iba a ser un Dinning de los que abundan en zonas turísticas. No me equivocaba.

Acabamos en un local de Kusatsu (草津市el pueblo en el que cojo el autobús para ir al museo), alejado del centro comercial y las calles principales, en el que, por supuesto, no tenían nada parecido a un menú en inglés, ni tan siquiera uno con fotos. Pero eso da igual, porque el cabrón de Mark habla un japonés más que fluido, y da esa seguridad que da moverte en un país extraño con alguien que domina el idioma. De todas las cosas que podía haber pedido tras los aperitivos (una carne guisada que se deshacía en la boca), cómo no, escogió el guiso de intestinos de vaca: el motsunabe. Básicamente, “nabe” () significa recipiente , y el plato se compone de una base de miso, tofu, vegetales (cebollino, col, ajo, brotes de soja y otros que no supe distinguir) e intestino (limpio y cortado, claro). Una de sus características es que se hace en la mesa, con un pequeño hornillo (cosa que les chifla a los japoneses, lo de cocinarse ellos mismos). Y sí, está muy bueno, no me miréis raro.

El caso es que el intestino era distinto a como lo imaginaba (podéis verlo en la foto), y consistía en una fina película de carne algo dura, recubierta por una buena capa de grasa. Y sabía a eso, a grasa, suave, pero empalagosa al cabo de un rato. Para mitigarlo, estaba el caldo, las verduras, el picante (uno a base de cítricos y sésamo y el otro de chile) y, cómo no, la bebida: primero tomamos la necesaria cerveza, para después acabar con “Makkoli” , una bebida coreana. Él se la pidió a palo seco, y a mí me pidió una en la que habían mezclado el licor con refresco de frutas. O algo parecido, vaya. Es decir, sabor 100% medicina: suaves aromas de Flumil con la potencia del ibuprofeno, y un retrogusto de Couldina. Pero refrescaba y quitaba la grasa del paladar, lo que se agradecía, en cualquier caso.

Y por supuesto, como estamos en Japón, nada de pedir postre (de hecho, ni siquiera había): para acabar la comida, y con el caldo que sobraba, pedimos unos fideos, los mezclamos y dimos por finalizado el festín. Y después, mis intestinos se pasaron tooooda la noche intercambiando experiencias con los de la vaca. Pero se portaron bien y no montaron ninguna fiesta, que es lo bueno de Japón: ya puedes comer pescado crudo, conservas rarísimas, picantes infernales, vegetales fermentados o lo que sea, que no te sienta mal.

Este país es la hostia.


Nada más dejártelo en la mesa, parece imposible de comer. Y sólo se ve la verdura y el tofu.



Pero al cabo de un rato de estar hirviendo (y meneándolo), va bajando. Y cuando está así...



... es cuando lo ponemos en el cuenco. Podéis ver los intestinos (izquierda), las veduras, el tofu
y el picante. Buenísimo, de verdad.


Y claro, ¡el "postre" que no falte!

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